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Estudiante de Comunicación Social (UNM)

No se olviden de lo artesanal: ser gomero, un oficio que ya no se quiere enseñar

Trabajar en una gomería es sacrificado. Quizá por eso muchos de quienes se dedican a ese rubro prefieren que sus hijos se dediquen a otra cosa. ¿Pero cómo es el día a día, entre criques y cubiertas, haga frío o calor? Crónica de una visita a una gomería morenense.
“Las máquinas pueden hacer más cosas, pero no serían nada sin la mano del operario”, dice Alejandra Sánchez, hija de gomeros y propietaria de Dunlop Tedesco Neumáticos.

Acostumbrados al caucho y a trabajar con las manos, los empleados de una gomería de Moreno se sienten cómodos en un rubro en el cual tienen años y años de experiencia. Sin embargo, pese a todo el camino recorrido y algunas tradiciones familiares, hoy eligen no enseñarle el oficio a sus hijos para que puedan explorar y abrirse otros caminos.

“Te va a costar”, le dijeron a Jonathan cuando, siendo tan solo un niño, despertó en él una gran curiosidad por entender el trabajo de su papá. Fue entonces que, con 8 años, pisó por primera vez una gomería. Aprendió observando, preguntando e insistiendo sobre el mismo oficio que su padre había heredado de su abuelo.

En una esquina sobre Avenida Bartolomé Mitre, en pleno centro de Moreno, un cartel amarillo y negro anuncia: “Dunlop. Tedesco Neumáticos”. Los autos y las personas pasan frente al lugar, algunos miran hacia adentro y otros siguen de largo sin darle mucha importancia.

Desde la vereda opuesta se distinguen las siluetas de dos hombres trabajando y pueden verse estanterías con llantas y ruedas que llegan casi hasta el techo. Se puede ingresar desde Mitre o Dr. de la Quintana, la entrecalle. Los autos entran y salen durante todo el día, desde las ocho de la mañana hasta las seis y media de la tarde.

“Este lugar, para mí, significa historia”, dice Alejandra Sánchez, dueña de la gomería, con la voz un poco quebrada. Respira, deja a un lado la taza de café que se preparó minutos antes y continúa: “Mi papá empezó con esto. Cuando él y Walter, mi marido, se conocieron, fue como si se juntaran dos potencias”, agrega, aún emocionada y con los ojos brillosos.

Alejandra trabaja junto a Walter Tedesco en el rubro desde hace más de 20 años. Empezó cuando tuvo que aprender por necesidad, en ese momento estaba sin trabajo entonces su suegro le enseñó el oficio. Antes de ser gomero fue vendedor ambulante en el tren; en la calle aprendió cosas que pudo incorporar, años después, en un negocio propio.

De fondo se escuchan las herramientas que caen al suelo. Es una playa lo suficientemente grande como para que entren cinco autos a la vez. Los chicos se mueven entre las máquinas y la oficina en la que los clientes suelen esperar, especialmente en invierno cuando hace demasiado frío como para aguardar afuera.

Víctor es gomero desde los 14 años. “Empecé cuando era chico porque era algo que me gustaba, aprovechaba la mañana para estudiar y la tarde para trabajar y practicar. Era muy distinto a cómo es ahora”, cuenta, mientras lleva una llanta a la centradora.

Hace 40 años el trabajo del gomero era mucho más manual y peligroso. Los neumáticos no se desarmaban con máquinas, se trabajaba a barretazos, corriendo el riesgo de lastimarse la espalda, los brazos, los dedos. La tecnología acompaña y las formas cambian, pero no sirve de nada sin el trabajo humano.

“Las máquinas pueden hacer más cosas, pero no serían nada sin la mano del operario. Hay que adecuarlas al artículo y ese es un trabajo muy manual. En el rubro el 50% del laburo es artesanal”, explica Alejandra, que cada tanto mira por la ventana para chequear cómo viene el trabajo.

Son las manos del obrero las que sacan una rueda y la ponen en la balanceadora. Es él quien decide cuántos plomos usar, si es necesario o no rotar un neumático. Aunque las máquinas puedan dar resultados mucho más precisos, detrás del trabajo manual hay años de experiencia que siguen siendo necesarios.

“Hay gente que piensa que el trabajo es sencillo y no lo es. Por ejemplo, para poner un parche yo tengo que sacar la rueda, meter el crique, desarmarla. A veces los tornillos están muy ajustados y hay que forcejear. Hay que meter la rueda a la pileta y probar si pierde. Es todo un proceso” explica Adrián, que es gomero desde hace 15 años.

Es mediodía y los chicos están atendiendo gente desde temprano. Los clientes llegan a cada rato, cada vez que se va uno inmediatamente ingresa otro. Todavía no tuvieron tiempo de almorzar. “He probado otros laburos, pero la gomería es lo que me gusta. Es algo que sé hacer desde chico y me siento cómodo”, cuenta Jonathan.

Damián, otro de los empleados, empezó a trabajar en el rubro automotor hace 6 años. Desde su experiencia, considera que es un trabajo muy desgastante física y mentalmente. “Hay gente que lo valora, y gente que no. A veces la gente se aprovecha de algunas situaciones y perjudica nuestro trabajo”, sostiene.

Pasan las horas entre ruidos metálicos y coches. Con un café en la mano, un señor de campera negra espera, pacientemente, que cambien las cuatro ruedas de su auto. Después de un rato, decide acercarse a los chicos de la playa. Con timidez y curiosidad, se queda cerca de Víctor que está reparando una llanta.

Algunos clientes eligen irse y volver cuando el trabajo está terminado, otros prefieren quedarse a observar, preguntar y prestar atención a cada paso. A veces la gente se queja porque los chicos tardan, pero no toman noción del trabajo que lleva dejar una rueda segura. “Los ves distraídos en otra cosa y aun así quieren que todo sea rápido”, asegura Alejandra.

Del otro lado, Damián trabaja en un Ford lleno de stickers, llantas con el logo de Ferrari y ruedas Dunlop. El dueño del auto está al lado, aunque no está prestando atención realmente, sino que espera parado con su celular en la mano, ajeno al movimiento y ruido de su alrededor. Cada tanto levanta la mirada a su coche, lo observa por unos segundos y devuelve sus ojos a la pantalla.

El día alterna entre momentos de sol y algunas nubes grises. La playa está completa, hay varios autos estacionados y el ambiente está pesado por la humedad. Hace calor. Uno se da cuenta por la forma en la que los gomeros se secan el sudor de la frente a cada rato. Se escucha el sonido de la desarmadora andando y, al lado, Víctor se arremanga el buzo para trabajar.

El uniforme les pesa el doble en verano, cuando aún con el calor tienen que trabajar con pantalones largos y zapatos de seguridad. Los techos de los galpones son de chapa y, aunque haya ventiladores, cuando es temporada el ritmo del trabajo y las altas temperaturas no dan tregua. En invierno se mueren de frío y en verano se mueren de calor.

Cuando el movimiento cesa un poco, Jonathan se acerca a la oficina. Con las manos teñidas de negro por la grasa y el aceite de auto, se acomoda en el mostrador. Cuenta que en su familia su papá, su abuelo y sus tíos eran gomeros y, al igual que él, su hermano también aprendió el oficio y trabajaron juntos durante muchos años.

—Este es un trabajo muy sacrificado. Pero todos los trabajos lo son. Si tenés que hacerlo, tenés que hacerlo. Más si tenés una familia que mantener.

Pasan las horas hasta que el sol empieza a irse lentamente. Falta poco para el cierre, pero hoy las persianas se van a bajar un poco más tarde porque hay demasiado trabajo. Cerca de la desarmadora está Adrián haciendo fuerza con la llave cruz para aflojar las tuercas de una rueda. Del otro lado, Víctor pincela un neumático con lubricante para poder armarlo.

Al menos la mitad de los empleados aprendió el oficio porque se transformó en una suerte de legado que permaneció en su familia por varias generaciones. Pero pasaron los años y, para algunos, llegó el momento de cortar la cadena.

“Esto no es algo que yo le enseñaría a mis hijos”, dice Víctor, “prefiero que hagan otra cosa porque es cansador”, agrega, mientras aprovecha para estirar la espalda después de haber estado agachado colocando la última cubierta de la jornada.

Poco a poco el lugar queda vacío. Se va el último auto del día y entonces Adrián se prepara para bajar las persianas, mientras sus compañeros van a cambiarse. “Les enseñaría a mis hijos para que puedan arreglar sus propios autos, no para trabajar. Prefiero que busquen cosas mejores. No te digo que esto sea bueno o malo, es un laburo como cualquier otro”, afirma.

Son las siete de la tarde. Oscureció temprano, como es habitual en esta época del año.. Aún con las persianas bajas y sin importar el abrigo, el frío del exterior logró colarse en el taller. Las máquinas están quietas, se apagaron las luces y por primera vez en el día todo queda en silencio. El último en salir es Jonathan.

—Tengo un hijo varón pero no le enseñé nada de esto. No le quiero enseñar. Él tiene que estudiar, tiene que crecer y ser otra persona.

Antes de darse vuelta se asegura de que el candado de la puerta esté bien cerrado. Los chicos se saludan desde lejos y cada uno se va por un lado distinto. Los autos siguen pasando por una avenida ahora iluminada, con menos ruido y más tranquila hasta la mañana siguiente, cuando las persianas de la gomería vuelvan a levantarse exactamente a las ocho.

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